El proceso de Kafka como crítica de la modernidad.   (2da. Parte)

Kafka visionario.-

Desde posturas marxistas no ha faltado quien pretendiera “dar ciudadanía en el socialismo” a Franz Kafka. Pero si somos capaces de soslayar el interés oculto en estos estudios, es posible encontrar acertados análisis sobre la obra del escritor nacido en Praga. Así, Lucio Lombardo Radice habla de algo hoy plenamente constatado: el carácter visionario que, como Quevedo o Swedenbörg, acompañó a la obra de Kafka (1977:13-4). El autor de El Castillo escribió en el desmoronamiento del Imperio Austro-húngaro y sobrevivió a la Primera Guerra Mundial. Desde sus páginas se profetiza la sombra negra que iba a cubrir, varios años después de su muerte, el cielo de Europa. Nunca podremos saber si Kafka lo presintió realmente o no, pero en su literatura hay indicios para prever la ignominia que acabó con las hermanas del escritor en medio del exterminio nazi. Milena, el otro gran amor de Kafka, escribió en 1924: “su conciencia de hombre y artista era tan lúcida, que le permitió presentir los peligros incluso cuando los demás no hacían caso y se sentían seguros”. Tomando esta declaración como referencia Lombardo ve en Kafka el “sentimiento de un proceso de desintegración en camino, presentimiento de una inmensa tragedia, en un marco histórico preciso” (1977:14). Estamos pues ante una “profecía visionaria de la deportación de los hebreos bajo Hitler”. Kafka era judío, y de habla germana, lo que le convertía automáticamente en miembro del ghetto pragués. Quizás esa potencial situación creó en él una cierta angustia profética. La exacerbada burocracia austro-húngara acabaría con el Imperio y la caída de éste  sería el comienzo del fin, de la vuelta del Viejo Comandante de la Colonia Penitenciaria, de la disgregación del mundo.

El aparato judicial que Kafka describe en El Proceso (ya hemos aludido a su identidad funcional respecto de otros aparatos creados por Kafka: recuérdese, v.gr., el entramado de funcionarios de El Castillo) se caracteriza, a juicio de Lombardo Radice, por tres rasgos fundamentales: en primer lugar, el gran poder que poseen los solitarios e “ínfimos” funcionarios (la sujeción al poder siempre tuvo en Kafka reminiscencias freudianas, pues éste siempre las concibió de manera análoga a su relación con el padre); en segundo lugar, “la autoridad gobernante es anónima, impersonal, rígida y a veces necia”, la ley, si existe, nunca podrá ser conocida por K., y los administradores de la misma sólo conocen su reglamento, su procedimiento; por último, estos aparatos de poder suelen ser “perfectos” e “ineficientes”. Todo ello conforma, para Lombardo, un “amasijo de rigor de enjuiciamiento y arbitrio, de minuciosa planificación y de ineficiencia, de ley y de caos”. Para Harold Bloom el centro de la época caótica será Kafka, más que Joyce, más que Borges.

Que Lombardo, y otros críticos marxistas, utilizaran estos razonamientos para tratar de hallar, en la obra de Kafka, una incipiente crítica al capitalismo burgués y poder así casar el pensamiento de Kafka con la filosofía marxiana, no quiere decir, ni mucho menos, que el prius lógico no fuese plenamente acertado. Solía decir Octavio Paz que, aunque el socialismo real hubiera fracasado estrepitosamente, no podía negarse que los motivos que lo suscitaron seguían (y siguen hoy) plenamente vigentes. Si las respuestas fueron erróneas (en su vertiente práctica) no por ello las preguntas han dejado de existir. Si falló la segunda parte del razonamiento, no por ello podemos desechar la primera. 

En los Estados democráticos de corte occidental se han asumido como propias la mayoría de las garantías jurisdiccionales que, para con el reo, han ido estableciendo paulatinamente los distintos instrumentos internacionales (tratados, convenios y protocolos) que, en materia de derechos humanos, han ido desarrollando progresivamente la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Aunque con lamentables excepciones (el caso de Estados Unidos es el más significativo en supuestos como el de la pena de muerte), en aquellos Estados de Derecho ya inveterados se han  encontrado fórmulas que, aun sin llegar a ser la panacea que cure los males desatados por la caja de Pandora, han sabido dar una respuesta satisfactoria a muchos problemas en otros tiempos lejos de ser resueltos. Pero tampoco podemos pecar de eurocentrismo. Que en nuestro campo cultural se acabe asumiendo que la democracia es el peor sistema si excluimos todos los demás no debe llevarnos a que nos ceguemos y regocijemos en nosotros mismos. No resulta fácil extrapolar valores arraigados en Occidente a contextos sustancialmente distintos, pero tal dificultad no ha de impedir que se exija el respeto de un mínimo universal en materia de derechos humanos (inviolable en cualquier parte del planeta). Hace más o menos dos siglos un filósofo, que apenas salió de su ciudad natal, se convirtió, junto con Voltaire y Montisquieu (Villaverde, 1999:28), en uno de los fundadores del cosmopolitismo. Kant, al elaborar su teoría del imperativo categórico, estaba pensando en valores universales (patrimonio de cada individuo independientemente del Estado al que se pertenezca) que, como los derechos humanos, no pueden ser sacrificados en aras de un relativismo cultural cada vez  más invocado para transigir con la barbarie. “El pueblo es una abstracción a la que sólo se puede enfrentar el individuo como ente individual portador de derechos fundamentales”. Este radical individualismo que reivindica Noberto Bobbio (2000) entronca con el tipo de hombre europeo husserliano: el que decide orientar tanto su vida como el contorno político y social en el que la Humanidad se va realizando en plena libertad por la pura razón. Husserl busca encontrar en la filosofía (la que nace en Grecia y se desarrolla en Europa) una Ciencia Universal que ayude al hombre en la tarea de ir haciendo su verdad (liberándose de la imagen “hecha” por las tradicionales particulares de los pueblos o por los mitos). Para Husserl la figura espiritual de Europa abre una nueva época en la Historia de la Humanidad (Ureña, 1978:77) pues sólo ésta, por medio de una crítica universal a toda postura tradicional particularísima, conlleva a la razón universal y objetiva que pueda orientar al hombre. En esta tesitura, universalismo versus relativismo cultural, irrumpe también Habermas, al elaborar una Teoría Crítica de la Sociedad basada en la razón comunicativa, pero intentando evitar el objetivismo axiológico en el que incurre la Fenomenología Trascendental husserliana. Habermas huye del objetivismo idealista, en el que también cayó Hegel, por la vía de la comunicación intersubjetiva. En el pensamiento habermasiano también podemos encontrar la pretensión de una ética universal que sustituya, en la sociedad superindustrializada, a la religión como factor de integración social (Ureña, 1978:119-20). Pero esta ética universal, además de tener una justificación racional,  va a surgir, como situación de vida ideal, cuando se dé el estado comunicativo ideal del que Habermas habla en su Teoría de la Acción Comunicativa. Sólo en esa situación ideal se podrán consensuar los estándares normativos, que estarán fundamentados en los valores de verdad, libertad y justicia. Así las cosas, en su eterna búsqueda de una sociedad mejor, en la que el hombre se emancipe de la Técnica, y del predominio de la Economía sobre la Política, mediante la autorreflexión, Habermas enlaza de lleno (aunque él no lo denomine así) con la idea del escrupuloso respeto de los derechos humanos,  garantes de una ética universal emancipadora y solidaria. Pero sería necesario aparcar, por el momento, a Habermas si no queremos desviarnos demasiado del análisis de El Proceso. No obstante, antes de dar por cerrado este epígrafe, resulta oportuno compartir una serie de reflexiones a las que puede conducir la lectura de la novela que nos ocupa y que sólo se han dejado ver, hasta ahora, muy tímidamente.

Que en nuestro campo cultural los Estados de Derecho se hayan ido configurando como las estructuras que mejor garantizan el respeto de los derechos humanos, no quiere decir que estos entramados estatales no carezcan de fallas, lagunas e imprecisiones que siguen provocando charcos de injusticia difícilmente subsanables. Si la maquinaria judicial de cualquiera de estos Estados se pone en marcha, hasta el más responsable ciudadano puede verse atrapado en sus redes: por un desliz (la vida puede cambiar en cuestión de segundos), por un error humano, por una puerilidad evitable. Entonces los efectos que emanen del aparto-judicial-perfectamente-democrático pueden resultar igual de perniciosos que si emanasen de un aparato-judicial-autoritario. La ley es creada por los hombres, que son también quienes la interpretan. Por lo tanto, tanto la ley como su interpretación puede ser imperfecta por ser el hombre imperfecto. Algo así pensaría Kafka a principios de siglo cuando escribió que la ley no era susceptible de ser conocida por sus destinatarios y que, incluso para la clase social que ostentaba la potestad de administrarla, resultaba imposible de conocer. El error humano es muy fácil que se produzca: 23 reos ejecutados en los Estados Unidos han resultado ser inocentes después del castigo que no admite redención. El abuso o la desviación de poder también resulta ser algo tentador para quien tenga la oportunidad de disfrutarlo. Pero el error también puede hallarse en la ley misma, pues ésta, por ser creación humana, también queda expuesta a eventuales equivocaciones. La ley no es más que la cristalización de una determinada costumbre, más o menos coyuntural, de un valor ético más o menos arraigado en una determinada sociedad. Primero es el comportamiento y después la regulación. La ley siempre tarda.

Quien crea en un dios puede encontrar en estas reflexiones algunos motivos para justificar su religión. Kafka era judío, pero bastante heterodoxo. Sólo en el periplo final de su vida se interesó verdaderamente por la religión y la cultura yiddish, y, como era un hombre constantemente preocupado por el sentido de su existencia, topó con la Ley Divina como posible camino hacia la salvación. La parábola que el capellán de la prisión relata a K. en la catedral (penúltimo capítulo de El Proceso) se convierte así en la columna vertebral del sustrato filosófico que subyace en toda esta historia. Así lo entendió Orson Welles, que la utilizó, en un claro proceso de inmutatio, como preludio de su película, y es también notorio el interés del propio escritor por este pequeño mito (dicha leyenda se incluye en el relato Ante la ley que Kafka había escrito a mediados de diciembre de 1914 y que, más tarde adscribió a los relatos del volumen que lleva por título Un médico rural).

Paulatinamente vamos abandonando un terreno a la vez que nos adentramos en otro, en el pensamiento que Kafka ocultó entre las líneas de El Proceso. Detrás de la contraposición entre el artículo 24 de la Constitución española (como ejemplo de precepto que aglutina las garantías típicas que un Estado de Derecho prevé para el detenido) con la detención de K. ofrecida en la obra estudiada, se halla el verdadero sentido que tales elementos a comparar esconden: el artículo 24 no es más que la cristalización positiva de toda una filosofía  jurídico-política liberal que nace en el revolucionario siglo XVIII y que se concreta, en materia de derechos humanos, tras la II Guerra Mundial, con la elaboración de la Declaración Universal  y los tratados internacionales que la desarrollan (y  correlativa interiorización en los Estados democráticos mediante sus respectivas constituciones). Es decir, epítome de la modernidad en sus dimensiones ética, jurídica y política. Por su parte, el laberinto procesal que Kafka levanta en torno a K. esconde la preocupación metafísica del autor por buscar la salvación del hombre y deja al descubierto la crisis de sentido que invade a la sociedad moderna cuando la religión es secularizada por la razón ilustrada. Si los derechos humanos pueden salvar al mundo del horror, sólo la búsqueda de lo indestructible que hay en cada uno de nosotros conlleva, para Kafka, a la salvación del hombre. Si hasta ahora sólo hemos visto la punta del iceberg, vayamos conociendo el resto.

 

La Ley de Kafka.-

             En la primera parte de este estudio quedó suficientemente constatado que el verdadero leitmotiv que marca el rumbo de El Proceso fue la relación de su autor, y correlativa ruptura, con Felice Bauer. Los paralelismos existentes, entre la novela y el noviazgo, son irrefutables tal y como lo ha puesto de manifiesto Elías Canetti. Hay hasta una cierta identidad de los nombres de los personajes con la realidad: la señorita Bauer sería la señorita Burstner y la amiga de ésta, la señorita Montag, encarna, a su vez, la figura de Grete Bloch (amiga de Felice y madre del único hijo que tuvo Kafka); por su parte, el nombre de Joseph tiene tantas letras como el de Franz, y K. es obviamente la inicial del apellido Kafka. Pero si éste fue el marco, en él Kafka desarrolló una historia repleta de senderos.

 El análisis llevado a cabo hasta ahora se ha centrado (aunque sin renunciar nunca a otras posibilidades hermenéuticas factibles) en el aparato judicial que, a modo de red laberíntica que atrapa al hombre, dibujó Kafka para plasmar su angustia vital. Pero por centrarse demasiado en la periferia de la obra, no quedaría completo un estudio que ni siquiera entrase a conocer, aunque sólo fuese someramente, el pensamiento solapado en El Proceso, que, por otro lado, forma parte del continuum filosófico que subyace en toda la obra de Kafka.

 El autor checo nunca fue muy amigo de la filosofía abstracta (prefería leer las biografías de Goethe o Dostoyevsky buscando encontrar experiencias similares a la suya que le ayudasen a comprender su tormento) y, únicamente, se sintió seducido por las teorías de Bentrano y por una idea básica en el pensamiento de Schopenhauer y Nietzsche: el sufrimiento es una parte esencial de la existencia y el único medio para llegar a la verdadera sabiduría. Vemos así como Kafka, atraído siempre por la visión romántica del artista como marginado enfermo, resulta ser un claro precursor, en el sentido borgiano de la palabra (Borges, 1992:304), del existencialismo. El pensamiento que reposa entre las líneas de la literatura de Kafka es tan rico que ha inducido a su estudio a pensadores del prestigio de Walter Benjamin, Adorno o Camus. Para H. Bloom, Kafka fue más un gran aforista que un narrador puro, incomparable en todo momento al nivel estético de un Joyce o un Proust.

  Kafka, como Kierkegaard o Unamuno, fue existencialista avant la lettre pues su vida fue una constante pregunta acerca del sentido de la misma. Pero Kafka no halló soluciones al modo de Sartre (en el compromiso) o Camus (en la rebelión) sino que, sintiéndose, como Wittgenstein, incapaz de plasmar la verdad mediante la palabra, se quedó en la paradoja y el aforismo.  Precisamente de sus aforismos (incluidos en el volumen Meditaciones bajo el título Consideraciones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y el camino verdadero), podemos extraer las líneas fundamentales del pensamiento de Kafka: la verdad, tal y como nos la muestra el mundo, no es susceptible de ser conocida; la salvación sólo pasa por creer en un dios personal (algo que permanezca siempre indestructible) tomando como instrumento para alcanzarlo la paciencia:

No existe otra cosa más que un mundo espiritual; lo que nosotros llamamos mundo sensitivo, es el mal en el espiritual, y lo que nosotros llamamos malo es sólo la necesidad de una pausa en nuestro desarrollo espiritual.

Teóricamente hay una completa posibilidad de felicidad: creer en lo imperecedero, en uno mismo y no buscarlo.

La verdad es indivisible, así pues no se puede reconocer a sí misma; quien quiera reconocerla, tiene que ser mentira.

 Creer significa liberar el elemento indestructible que hay en uno mismo, o más exactamente, ser indestructible, o más exactamente ser.

 

 Algunos críticos como Bloom han querido relacionar este esquema de pensamiento con la idiosincrasia hebrea. Evidentemente el paralelismo existente entre “lo indestructible” y el modus vivendi judío siempre resultará tentador. Pero Kafka era un judío demasiado heterodoxo al que le costaba tener fe. Como ha escrito Harold Bloom, Kafka no era un escritor religioso sino un escritor que hizo de la literatura una religión. 

            Un ejemplo conciso que aglutinaría los elementos que hemos analizados vendría a ser la parábola Ante la ley que, en el capítulo llamado Visita a la catedral, relata el sacerdote a Joseph K. Siguiendo el estudio de I. Hernández y comparándolo con el diálogo que tras la “leyenda” mantienen acerca de la misma el capellán y K., podemos afirmar que el sacerdote compara a K. con el hombre del campo que llega ante la ley. Este hombre, al llegar a las puertas de la ley, se topa con un portero que le prohibe la entrada en ese momento, pero que no excluye la posibilidad de que un día pueda hacerlo. El error principal del hombre es creer al portero y considerar lo que dice como “verdadero”. Tras esperar toda una vida, el hombre sabe que esa puerta estaba ahí para él y que podría haber entrado en el momento que hubiera querido. Aunque la postura del hombre (como la de Kafka ante la vida) pueda ser tachada de indolente por su pasividad, en realidad no lo es: tanto el hombre de la parábola como Kafka mismo hacen todo lo que pueden para entrar en la Ley. Una Ley que es visualizada como una fuerte luz que emana detrás de las puertas. Gilbert Durand ha observado que “un notable isomorfismo une universalmente la ascensión a la luz, cosa que hace escribir a Bachelard que es la misma  operación del espíritu humano la que nos lleva hacia la luz y hacia la altura” (1981:137). Además, en mesopotámico, la palabra dingir, que significa claro y brillante, es también el nombre de la divinidad celeste, lo mismo que en sánscrito la raíz div, que significa brillar y día, da Dyaus, dios y deivos o divus latino (Durand, 1981:138).

            Desde un punto de vista topológico nos encontramos con la Ley como un recinto cerrado en oposición con lo que está fuera. La leyenda relata que el hombre viene desde lejos para entrar dentro. Es la historia de una búsqueda, la búsqueda de quien ha recorrido un camino demasiado largo para llegar a una puerta, punto de encuentro entre lo de dentro (la Ley, la Luz, Dios) y lo de fuera (el mundo, la realidad tal cual es percibida por los sentidos), entre lo abierto y lo cerrado. Toda búsqueda es imposible para Borges: está condenada al fracaso.

            Aunque las interpretaciones, tal y como afirma Kafka por boca del sacerdote, son múltiples, podríamos decir que estamos ante la eterna búsqueda de la felicidad (tanto del personaje como la del creador). La búsqueda de ese país lejano “donde ser feliz consiste / solamente en ser feliz” (Pessoa, 1997:111). Pero para lograrlo es necesario el conocimiento de la Verdad y para que el hombre pueda vivir “en la verdad y no ante la verdad”, es necesario no creer al hombre (pues éste la desconoce). Los paralelismos entre la Ley Divina y la Ley Humana resultan palmarios: tanto los sacerdotes como los jueces se equivocan al aplicar la Ley porque desconocen la Verdad que ella encarna (la hipótesis de que detrás del aparato de poder no haya ninguna ley es puesta de manifiesto en el fragmento Sobre la cuestión de las leyes según apunta Lombardo en la página 18 de su libro); el hombre al creerlos se condena a su propia perdición porque cree en la mentira (como dice Anthony Perkins en la película: “pretenden hacernos creer que todo el mundo es demente”). La Verdad, como la luz que emana tras las puertas, ciega al hombre porque, al igual que los hombres que están en la caverna de Platón, no están acostumbrados a ella. La única salvación para Kafka es buscarla dentro de uno mismo, encontrar lo indestructible y crearse un dios personal. El vehículo para conseguirlo es la paciencia (que puede ser confundida con la indolencia que muestra K. en El Proceso).                    

            Así las cosas, podríamos afirmar que la Ley que regula tanto la vida como la obra de Kafka no es otra que la confianza en lo indestructible que hay en nosotros y que por largo que resulte  el camino hay que recorrerlo (se ha sabido gracias a Max Brod, albacea y amigo personal de Kafka, que El Proceso es una novela inacabada quizá porque el proceso de K. en sí es inacabable. ¿El camino también?). No puedo estar de acuerdo con Harold Bloom cuando afirma  que Kafka “no tiene esperanza, ni para él mismo ni para nosotros” (1997:461). Prefiero pensar, al igual que Camus, que todo el que se plantea el sentido de su existencia tiene esperanza en encontrarlo, aunque nunca se llegue a una solución (Camus ve en El Castillo la resolución de los problemas planteados en El Proceso); aunque quede uno sumido en el más absoluto pesimismo (tanto racional como volitivo), el mero hecho de plantear tal cuestión es ya un vestigio de esperanza: hay que extenuar a Sísifo. El problema es que el camino se convierta en un proceso autodestructivo como le sucedió a Kafka, que, a tenor de sus diarios, sólo se sentía bien cuando escribía...

  

La crítica de Kafka a la Modernidad: crisis de sentido y desmoronamiento ético.-

   A lo largo del análisis de El Proceso    se han dejado entrever dos dimensiones esenciales tanto en la interpretación de la obra de Kafka como en las reflexiones que, de la misma, pueden surgir. Estamos hablando, de un lado, de una dimensión individual focalizada en los problemas de sentido y significación de la vida humana y, de otro, de una dimensión social o colectiva en la que el individuo se inserta y realiza como persona. Ambos planos se complementan y se necesitan para entender lo que Berger y Luckmann han denominado “sentido de la existencia vinculado” (1997:31), es decir, para comprender la presencia del hombre (entendido en sentido genérico) en su época y el derredor que lo abarca. Kafka es, para Bloom, el escritor más representativo de lo que él denomina “era del caos”. Sin entrar aquí en una farragosa discusión terminológica que dilucide el nombre de la época en la que nos hallamos inmersos (“posmodernidad” para Lyotard, “alta modernidad” para Giddens o “modernidad” para Habermas), sí podemos afirmar, sin soslayar el “mundo posible” (U. Eco) en el que se desenvolvió Kafka, que en el autor checo es posible descubrir una incipiente crítica a ciertos aspectos de la vida moderna: crisis de sentido y desmoronamiento ético; y que más que ante un posmoderno avant la lettre bien nos podríamos hallar ante el fiscal literario de la modernidad.

   La crisis de sentido propia de la modernidad viene ocasionada por el repliegue de la religión (Berger y Luckmann, 1997:71) que provocó la teoría de la secularización emergente de las Luces. Lo que en las sociedades premodernas estaba fundamentado y justificado por la fe en la trascendencia divina quedó desamparado tras la irrupción de la Ilustración: ni la razón ni el empirismo científico podían explicar, por ejemplo, el sentido de la muerte. “La respuesta religiosa parece haber sido, a lo largo de la historia humana, la forma más frecuente de intentar satisfacer esa necesidad de superar y encontrar significado a las expresiones que amenazan con el caos y el sin sentido: el error, la injusticia, el sufrimiento y la muerte. El hombre es el único animal religioso porque es el único que experimenta una apertura originaria, a través de la cual busca salvar su indigencia y abandono radicales. Y, hoy por hoy, no parece haber encontrado otra respuesta a su propio enigma. Las actitudes posmodernas encierran, muchas veces, una huida de las cuestiones últimas, que son insoslayables para la condición humana. El hombre tiene necesariamente que enfrentarse a ellas si quiere  vivir humanamente. El hombre actual está necesitado de reconquistar una estructura última cognitiva y normativa que otorgue orientación y sentido de la vida” (M. Fernández del Riesgo en VVAA, 1994:93). Kafka es víctima de esta encrucijada, y un claro ejemplo de los perversos efectos que provocara la “barrera del precepto” que aislaba al judío del resto del mundo. En Kafka la crisis de sentido se convierte en crisis existencial cuando se siente incomprendido por el mundo (Berger y Luckmann, 1997:48) y eso le hace caer en la más absoluta “anomia” (dificultad que experimenta la gente en su intento por encontrar su camino en el mundo). Pero el desmoronamiento del mundo kafkiano no es solamente individual sino también colectivo: la desesperación de no encontrar el eje que vertebre la existencia del individuo, la “jaula de hierro” weberiana en que se convierte la burocracia de los estados (para Weber el funcionario burócrata es el epítome de la modernidad, atado por las reglas del procedimiento racional y temía que la burocracia precipitara en inhumanidad. Lyon, 1996:62) y la paulatina desvirtuación de los valores que habían inspirado a la modernidad tendrán su irrefutable correlato en la caída de Europa en manos del nazismo, auténtica degradación patológica de la modernidad y no creación suya (el fascismo es una regresión a los fundamentos irracionales que legitimaban el Ancien Régime). 

Berger y Luckmann ven en el pluralismo moderno la causa de la crisis de sentido que padece la sociedad actual. Al no existir valores omnímodos y omnicomprensivos de la vida (como ocurría en las sociedades premodernas fundamentadas en la religión) la sociedad se desintegra en particularismos y relativismos de toda índole. Llegados a este complejo punto (la crisis de sentido por estar imbricada con la conciencia resulta siempre difícil de tratar), es necesario detenerse porque, sin darnos cuenta, nos estamos adentrando en la segunda dimensión que hemos de analizar: la social o colectiva, cuyo desmoronamiento Kafka previó al describir esas atmósferas de angustia en las que quedan atrapados sus personajes sin posibilidad de escapar de ellas, incapaces de salirse del camino preestablecido (La Metamorfosis) por una sociedad demasiado corrompida, condenada al regreso del Viejo Comandante.

 Una de las banderas que se enarbola frecuentemente por el pensamiento posmoderno es la del relativismo. Las categorías totalizadoras que nacieron de la Ilustración han fracasado, los grands récits han perdido su condición legitimadora y son equiparados a la religión y al mito de las sociedades premodernas (Lyotard, 1989:10); o, como estima Vattimo, el pensamiento se debilita porque es en el caos de la sociedad de los mass media donde se encuentra la verdadera emancipación (VVAA, 1994:13). Pequeños relatos frente a metarrelatos, relativismo frente a universalismo, pensamiento débil frente a razón. Si trasladamos estas ideas al terreno social, ético y político no sólo estaríamos socavando categorías jurídicas esenciales para la convivencia pacífica sino que estaríamos transigiendo con la barbarie. Lo que vale para la cultura no siempre puede ser válido para otros ámbitos. El efecto emancipador que algunos autores “posmodernos” han querido levantar sobre los escombros de la Ilustración nunca será tal si se le da la espalda a los que sufren, sino, más bien, puede verse convertido en un ejercicio de cinismo e irresponsabilidad que en nada puede ayudar a la construcción de un mundo más justo. Como ha escrito Niklas Luhmann “si se dejara a cada uno su (falsa) verdad porque el hombre es la medida de todas las cosas (Protágoras), entonces la verdad de esa afirmación (y con ello el fundamento de todo el edificio de la verdad) sería dudosa” (VVAA, 1990:61).

Si estamos dispuesto a jugar el juego del “todo vale” que nos propone el pensamiento posmoderno podríamos toparnos con manifestaciones como la de Rorty cuando afirma que los derechos humanos no son más que un “consuelo metafísico” al que debemos renunciar (1991:52-3), u otras como la siguiente: “no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios” (Macintyre, 1982:95). Cuando termina un siglo igual que empezó, es decir, con cruentas guerras en Europa, cuando proliferan las críticas al proyecto de la Ilustración, cuando el hombre se ha convertido en mercancía en una globalización que es cada vez más “globalitaria” (I. Ramonet),  cuando el efímero Fukuyama pregona el fin de la Historia, cierto sector de la clase intelectual occidental desconstruyen el edificio ilustrado desde la crítica negativa. Pero las perversiones y deficiencias de la modernidad habían sido ya puestas de manifiesto desde la modernidad misma: Marx, con su Crítica a la Economía Política, advirtió de la degeneración a la que puede llegar la maquinaria capitalista y, desde la denominada Escuela de Francfort, se elaboró una Teoría Crítica de la Sociedad que ahondaba aún más en los problemas de la modernidad. Sin embargo, desde estas latitudes de pensamiento siempre se aportó algún proyecto alternativo al que se criticaba. Estos filósofos (Marx, Horkheimer, Adorno, Marcuse...) orientaron su pensamiento hacia finalidades pragmáticas. Como diría Adorno, tras la II Guerra Mundial la Historia había puesto un imperativo al hombre: lograr que Ausschwitz no se repitiera. El pensamiento posmoderno, al fragmentar sus propósitos, huye de la razón totalizadora y centra su atención en lo concreto y particular frente a lo general o abstracto. Pero ante estas corrientes hay quien estima que el proyecto de Ilustración no ha fenecido, que la emancipación y reconciliación de la que hablaban los teóricos de la Escuela de Francfort son todavía posibles. Quienes aún piensan así proponen establecer los pilares que sustenten una ética universal de inspiración kantiana (Kant siempre fue un pensador que se preocupó más de lo universal que de lo particular, así, en su obra La paz perpetua, hizo un importante ejercicio teórico para pacificar las relaciones internacionales mediante la unificación de todos los estados en una federación universal de pueblos libres), basada en los derechos humanos, y exigible a todo hombre en todo lugar, como única garantía de convivencia pacífica. Pero para que esta ambiciosa propuesta no sea tildada de etnocentrista es imprescindible argumentar sus pretensiones, delimitar el controvertido concepto de derechos humanos y fundamentar su contenido.

 Con el término “derechos humanos” sucede lo mismo que, según Horkheimer,  ocurre con el de “razón”: que el ciudadano medio que sea preguntado por el mismo reaccionará con vacilación y embarazo (Pérez Luño, 1991:21). Esto es así porque se tiene la sensación de que nos hallamos ante conceptos que se explican por sí mismos y que ese tipo de pregunta resulta superfluo, lo que nos hace, a menudo, incurrir en definiciones tautológicas. Hallamos pues indicios para pensar que por “derechos humanos” no siempre se entiende la misma cosa y que su significado puede resultar ambivalente. El empleo de un lenguaje riguroso cobra así, en el plano jurídico-político, una importancia básica. El profesor Pérez Luño, pasando por alto la premisa definitio periculosa est, nos ofrece la siguiente: derechos humanos son aquel “conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional” (1991:48). Pero el auténtico problema teórico de los derechos humanos viene a ser, más que una definición de los mismos, su compleja fundamentación. No en vano autores tan prestigiosos y comprometidos con los derechos humanos como Noberto Bobbio han dudado de la fundamentación de estos derechos desde premisas iusnaturalistas. Así, el filósofo italiano ha suscrito que “il problema di fondo relativo ai diritti dell’uomo è oggi non tanto quello di giustificarli, quanto quello di proteggerli” (Pérez Luño, 1998:223).

 Quienes han intentado extrapolar la cultura de los derechos humanos más allá de los confines euroccidentales han sido tachados, por algunos antropólogos culturales, de etnocentristas e imperialistas (al respecto ver Habermas, 1987:84 y ss). Así las cosas y si queremos defender que la sharía, más que una tradición cultural, puede significar el terror para quienes se les aplica, se nos antoja imprescindible fundamentar, aunque sea someramente, los derechos humanos como garantía del respeto a la dignidad humana.

   A la hora de concebir los derechos humanos como formalización de una ética universalmente válida, hemos de huir, de un lado, del positivismo defendido por Max Weber, en el que se confunde legalidad con legitimidad; y, de otro, tanto del objetivismo idealista en el que incurrieron Husserl y sus seguidores (porque convierte sus categorías en entes abstractos y trascendentales que tienden a ser dogmatizados) como del subjetivismo relativista defendido por los pensadores posmodernos (que desecha cualquier tipo de categoría universal y confina al hombre, en palabras de Tocqueville, a “la soledad de nuestro propio corazón”). Si concebimos el subjetivismo como nexo de aprehensión de los derechos humanos por parte del individuo, porque éste constituye un fin en sí mismo (Kant), podemos salvar el escollo del individualismo que hace preponderar la libertad sobre la igualdad y que conlleva a la libertad de unos pocos y la no libertad para muchos. La fórmula puede encontrarse en la obra de ese “utópico ingenuo” como llamó Foucault a Jürgen Habermas y en la intersubjetividad que propone el heredero del pensamiento francfurtiano. Habermas pretende, de un lado, revalorizar el papel del sujeto humano en el proceso de identificación y de justificación racional de los valores ético-jurídicos y, de otro, posibilitar una “objetividad intersubjetiva” de tales valores, basada en la comunicación de los datos antropológicos que los sirven de base (P. Luño, 1991:162-3).

  A Habermas le preocupa que el talante posmoderno represente el abandono de las responsabilidades políticas y la indiferencia por los que sufren (Lyon, 1996:139). En contra de Lyotard, considera que el proyecto de modernidad está incompleto y propone un nuevo tipo de racionalidad, que él denominará comunicativa, para expandir la “esfera pública” en busca de un universalismo ético. Así, contra los “juegos del lenguaje” del autor de La Condición Postmoderna, autores como Habermas o K. O. Apel buscarán lo común a todos los juegos lingüísticos cuya razón de ser está en que, con el aprendizaje de un lenguaje se aprende algo así como “la forma de vida humana”, se adquiere la competencia para la comunicación con todos los demás juegos lingüísticos. Habermas busca una ética o pragmática lingüística universal, basada en el intersubjetivismo (modo de explicar y fundamentar consensualmente la verdad de los argumentos y la corrección de las normas que regulan la actividad social) que opera en la situación comunicativa ideal (ideale Sprechsituation) o medio en que se garantiza un auténtico consenso, es decir, una comunicación sin distorsiones externas, que asegura un reparto simétrico de las posibilidades de intervenir en el diálogo y de avanzar argumentos en todos los participantes (P. Luño, 1991:164). La fundamentación de la norma social se basa en el convencimiento mutuo, por razones, entre los miembros de la sociedad, de que tal norma es lo más adecuado para todos. De ahí emana el principio de universalización: norma social válida será la que todos de común acuerdo quieran reconocer como norma universal avalada por razones (J. M. Mardones en VVAA, 1994:35). De esta forma Habermas intenta salvar las acusaciones de etnocentrismo de, entre otros, Richard Rorty. Comunicabilidad no quiere decir sometimiento a la tiranía del metarrelato, sino apertura comunicativa, diálogo, conservación ininterrumpida, interacciones entre los diversos modos  de hablar de la realidad o las diversas familias de las proposiciones (1994:34). Si hay respeto por los distintos tipos de racionalidad (ético-morales por un lado y estético-expresivas por otro) también lo habrá para las distintas formas de vida. El principio de universalización, en cuanto criterio formal de validez de normas sociales o de legitimación, sólo funda la moral que establece un mínimo común en cuestiones de justicia social, pero ni puede ni quiere determinar una moralidad determinada, de contenido individual: no hay liquidación del pluralismo de formas de vida sino su reconocimiento más genuino (1994:36).

            Pero una vez fijada la Teoría de la Acción Comunicativa de Habermas como marco metodológico, resulta necesario llenar de contenido esos derechos conseguidos a través del consenso. Para ello Pérez Luño acude a la Escuela de Budapest (a los discípulos de G. Lukács) y, más concretamente, a Agnus Heller en su intento de reconstruir el concepto marxista de necesidad. De esta forma la Teoría de las Necesidades vendría a complementar, dotándola de contenido, a la Teoría del Consenso de Habermas en la búsqueda de una base material que, ateniéndose a los datos antropológicos, configure y dé respuesta a las necesidades humanas (P. Luño, 1991:181): “el fundamento de los valores debe buscarse en las necesidades del hombre” (Bobbio). Llegados a este punto es necesario dar un cierto contenido social a estos derechos si queremos evitar caer en un liberalismo egoísta en el que la libertad avasalle a la igualdad. Y es precisamente lo que propone de nuevo Habermas en su Theorie und Praxis, cuando insiste en la necesidad de superar la ideología iusnaturalista-individualista informadora de los derechos humanos formulados por la Revolución burguesa en el sentido de concebirlos como categorías vinculadas a intereses sociales y, por lo tanto, defender el contenido social de los mismos. En definitiva, el tránsito del Estado liberal de derecho al Estado social de derecho. Los derechos humanos no pueden quedarse únicamente en aquellos derechos individuales de corte liberal que emergieron de la Revolución francesa, sino que han de incluir también a todos aquellos derechos sociales y económicos fruto del movimiento obrero  que no fueron positivados hasta la Constitución de Weimar y que actualmente cobran una nueva importancia cuando son exigidos más allá de las fronteras estatales (si las tres cuartas partes de la población mundial vive por debajo del umbral de la pobreza y con el 1% de la economía mundial bastaría para acabar con tal situación: ¿por qué no se hace?). A su vez, hoy día se impetran nuevos derechos igualmente merecedores de ser considerados y respetados. Me estoy refiriendo al derecho a la paz, al derecho a la calidad de vida o al medio ambiente adecuado que, la mayoría de las veces, se vulneran más por el poder político  y sus sucedáneos que por el ciudadano de a pie.

Pérez Luño coge el testigo de Habermas y se propone abolir la rígida división entre Sein y Sollar (ser y deber ser)  para que los derechos humanos no se conviertan en ideales vacíos (ser) y para que no pierdan su horizonte utópico-emancipatorio (deber ser), tratando de guardar un difícil equilibrio entre experiencia y valor. Habermas, por su parte, recoge el testigo de Horkheimer, que concebía la solidaridad como la presencia de lo universal en lo particular; y de Marcuse que al final de su vida confesó: “yo creo que sí existe lo que hoy ya no denominamos Ley Natural (...) si apelamos al derecho de la humanidad a la paz, al derecho a abolir la explotación y la opresión, no estamos hablando de los intereses de un grupo especial, autodefinido, sino más bien y, de hecho, a intereses que pueden demostrarse como derechos universales” (VVAA, 1988:126). Junto a estas palabras a Habermas le gusta recordar las últimas que le dirigió Marcuse en su lecho de muerte: “ya sé dónde se originan nuestros juicios de valor más básicos; en la compasión, en nuestro sentimiento de los demás”.

 

CONCLUSIONES.-

1) Sumergirse en el mundo de Kafka es sumergirse en un laberinto. En El Proceso, el autor checo juega a tres bandas: de un lado, concibe una sórdida metáfora para ilustrar su relación con Felice Bauer (Canetti); de otro, convierte el entramado jurisdiccional en el que se desarrolla El Proceso en una crítica burlesca de la burocracia de los estados y de las instituciones típicas de la modernidad; por último, muestra la angustia vital de la constante búsqueda del dios personal que le saque de su situación de “anomia”.

2)  Kafka previó que el camino por el que discurría el hombre y el mundo conducía a la resurrección del Viejo Comandante: los fascismos y el socialismo real son pruebas históricas fehacientes de su presunción. En el proceso de construcción individual y social del mundo, la salvación a nivel interior tiene que tener su reflejo en el exterior. Kafka percibió estos dos planos y reflejó su visión crítica de cada uno de ellos: crisis de sentido a escala individual y desmoronamiento ético en el ámbito colectivo.

3)  Kafka fue víctima de su época pues padeció la crisis de sentido propia de la modernidad intensamente. En el escritor pragués la crisis de sentido se convierte en crisis existencial al sentirse incomprendido por el mundo que le rodea, lo que le hace sumergirse en un estado de “anomia” total. Para Kafka, la incesante búsqueda interior en que se convierte su vida y su obra ha de estar encaminada al descubrimiento del dios personal que permanece, como algo indestructible, en cada uno de nosotros. En contra de Bloom, consideramos que el simple hecho de plantearse el sentido de la existencia  es un vestigio, en sí mismo, de esperanza.

4) El Proceso de Kafka supone una feroz crítica al entramado institucional propio de la modernidad: el aparato jurisdiccional dibujado en El Proceso es irracional y está construido desconstruyendo todos los pilares racionales que sustenta al Estado de Derecho emanado del racionalismo ilustrado (desde un punto de vista estrictamente literario, Kafka se anticipa a novelas catalogadas como “posmodernas” como podría ser Pálido fuego de Nabokov). Al igual que Kafka muestra en La Metamorfosis la opresión a la que, encarnado en Gregorio Samsa, es sometido por su familia y, en general, por la sociedad que ya ha elegido por él el camino a recorrer, en El Proceso  se vislumbra la opresión del individuo en la “jaula de hierro” que supone el Estado burocrático. El Estado de Derecho es una creación, para bien y para mal, de la modernidad y el artículo 24 de nuestra Constitución una manifestación del mismo.

5) Kafka es visionario al prever la tragedia a la que se dirigía Europa. Ese presentimiento está latente en sus obras. Mientras, Kafka se sitúa en el centro de su época y se convierte en fiscal literario, a la vez que víctima, de la modernidad.

6) El pensamiento posmoderno aprovecha la crisis de la modernidad para derrocarla y dictar el acta de defunción del proyecto ilustrado. Así las cosas, nos ponemos del lado de J. M. Mardones cuando afirma que: “el pensamiento posmoderno, con su defensa de un pluralismo de juegos del lenguaje que imposibilita ir más allá de consensos locales y temporales, no permite disponer de criterio alguno para discernir las injusticias sociales. Nos deja a merced del status quo, encerrados en lo existente y sin posibilidades de crítica socio-política racional. Tal pensamiento, aunque se proponga lo contrario, termina no ofreciendo apoyo a la democracia y sienta un apoyo a las injusticias vigentes. Merece ser llamado, por tanto, conservador o, al menos, sospechar que realiza tales funciones” (VVAA, 1994:38). Lo que vale para el arte puede no valer para otros ámbitos. El pensamiento posmoderno no puede representar un proyecto emancipador porque no niega la mayor fuente de injusticias vigente, el capitalismo radical convenientemente alimentado por la pensée unique, sino todo lo contrario: le hace el trabajo teórico a las directrices neoliberales (Wellmer, 1993:56).

7)  Frente a los gurús de la posmodernidad nos encontramos con Habermas que, compilando toda una tradición filosófica que va desde Kant hasta la Escuela de Francfort pasando por Marx, persiste en el proyecto de la Ilustración dándole un nuevo giro. Aunque criticando sus deficiencias, Habermas se niega a suscribir el acta de defunción de la modernidad, porque piensa que todavía es posible la emancipación del hombre en ella.  

8) Sólo si los derechos humanos son escrupulosamente respetados en todo el mundo podemos garantizar la convivencia pacífica entre los seres humanos. Estos derechos son universales y están por encima de cualquier tradición cultural. Establecen un mínimo ético universal a partir del cual la moral individual y la tradición cultural pueden ser construidas sin menoscabo alguno al pluralismo. Si la crisis de sentido, a nivel individual, resulta difícilmente subsanable desde un plano teórico, la crisis de sentido de una colectividad puede dejar de serlo si fundamentamos la convivencia en el respeto de los derechos humanos.

9)  Para salvar las acusaciones de etnocentrismo, los derechos humanos han de basarse en la teoría del consenso de Habermas, en la intersubjetividad y en el diálogo entre personas y culturas distintas. El contenido de estos derechos se ha de buscar, según Pérez Luño, en las necesidades del ser humano encuadrado en su momento histórico. Ello nos conduce a reivindicar una mayor atención para con los derechos sociales y económicos para que la igualdad sea equiparada a la libertad, así como a los derechos de la “tercera generación” (derecho a la paz, al medio ambiente adecuado...).

                                                                Coradino de la Vega Castilla

 

 BIBLIOGRAFÍA

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§         WELLMER, A. (1985): Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad. Madrid. Visor. 1993.

  

NOTA: la cita de Marguerite Yourcenar corresponde a los Cuadernos de Notas que la autora belga incorporó a las sucesivas ediciones de sus Memorias de Adriano. Los aforismos de Kafka incorporados a lo largo del estudio pueden encontrarse en el volumen Meditaciones (editado por M. E. Editores, en la colección “Clásicos de siempre”).

 

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