El proceso de Kafka como crítica de la modernidad. (1a. Parte) |
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NOTA
PRELIMINAR.- En
un principio, el que sigue iba a ser un trabajo de comparación literaria. La
dificultad de fijar un tertium
comparationis adecuado, de buscar el otro elemento para ser comparado con El
Proceso y mis abundantes lagunas en materia literaria provocaron que
este estudio quedase como ha quedado. La Introducción
y el epígrafe titulado ¿Visitando
los confines del comparatismo literario? son víctimas del primerizo
esfuerzo de abordar un análisis tan heterogéneo como el propuesto bajo los parámetros
de la comparación literaria. Fueron redactados antes de la exposición en clase
y únicamente figuran aquí a modo de cuestionario sobre la viabilidad de
aquella empresa tan rebuscada. Con las lecturas posteriores a dicha exposición
los horizontes se aclararon un poco (a la vez que se alejaban del campo
literario) y quedó el cóctel que sigue. Nota aclaratoria: las únicas citas que no obedecen al sistema seguido con las restantes son referencias directas al texto que ha servido de punto de partida para este trabajo: Kafka, F.: El Proceso. Seix Barral. Colección Obras Maestras de la Literatura Contemporánea. Barcelona, 1983. Estas citas serán mencionadas simplemente con el número de la página precedido por el distintivo “pág.”.
“El hombre no puede vivir sin una confianza
duradera
de algo indestructible en sí, si bien
pueden quedarle permanentemente ocultos
tanto lo indestructible como la confianza.
Otra de las posibilidades de manifestación
de este permanecer oculto es la fe en un dios
personal.” F. Kafka Introducción.- No
resulta fácil encontrar, en la Historia Universal de la Literatura, un escritor
que muestre una interioridad como la que reflejó Kafka en su obra. Es cierto
que muchos escritores han utilizado la creación literaria como vehículo terapéutico
para atenuar obsesiones internas y demás angustias, pero pocos, muy pocos, han
logrado plasmar en negro sobre blanco la eterna preocupación existencial de una
forma tan sublime como la del escritor checo.
En la obra de Kafka se presiente la tormenta y la angustia. Pocos como él han
expresado la incongruencia de la vida diaria. Atraído por la metafísica y lo
onírico, a la vez que por los elementos más realistas, Kafka escribió sobre
el desaliento del hombre ante el absurdo del mundo. Ese mismo desaliento que él
sufrió.
Pero de la creación de Kafka no sólo se infieren atisbos existencialistas, de
la riqueza de sus obras se podrían extraer numerosos guiños, solapados por la
ironía y el humor macabro, a temas, todos ellos, apasionantes de analizar
(la religión, los sentimientos edipales hacia el progenitor, las relaciones de
poder, la humillación, una peculiar manera de afrontar la sexualidad...).
Al leer El
Proceso por primera vez (ahora puedo constatar que mi análisis fue
demasiado superfluo. Aunque ya lo dijo Camus: “Todo el arte de Kafka consiste
en obligar al lector a releer”), recuerdo que me llamó poderosamente la
atención el aparato judicial que, en aquella novela inconclusa, dibujaba Kafka.
Rápidamente (por aquellos entonces cursaba la carrera de Derecho), me
vino a la mente su contraposición con las estructuras a las que hoy día
estamos acostumbrados. El entramado jurisdiccional que oprimió hasta la muerte
a Joseph K. es todo lo contrario, por poner un ejemplo cercano, al que la
Constitución de 1978 establece para España. Pero las inquietudes que suscitaba
una lectura detallada de esta excelente novela no podían quedar ahí. ¿Es que
no podría suceder, como efectivamente sucede, que, aun estando protegido por
las garantías judiciales típicas de un Estado de Derecho, un ciudadano
cualquiera pueda contemplar impotente cómo la espada de Damocles, en la que a
veces se convierte la Justicia, cae sobre su inocencia?. ¿Cuántos errores
judiciales se han demostrado a
posteriori?. ¿Cuántas desviaciones de poder han puesto de manifiesto las
grietas y fallas del entramado jurisdiccional?. Cada vez que releía la novela
las cuestiones que me visitaban se iban multiplicando. ¿Hasta dónde llega el
error humano, en la interpretación de la norma, y hasta dónde cabe la
posibilidad de que sea la Ley la errónea?. ¿No guarda la Ley Humana
ciertos paralelismos irrefutables con la Ley Divina?. ¿Es posible conocer la
verdadera Ley o la Luz que la alumbra es demasiado fuerte y ciega nuestros
ojos?. ¿Es el conocimiento de esa Verdad la salvación del hombre?. ¿Hay
caminos que conduzcan a la meta o esta meta es inalcanzable por ser los caminos
interminables?.
Desde aquella primera lectura de Der
Prozess hasta ahora nunca encontré la ocasión idónea para profundizar en
mis reflexiones y comparaciones. Desconozco si éste es el momento y el lugar
adecuado. La oportunidad se me brinda, desde luego, en un escenario
sustancialmente distinto al jurídico. Los estudios comparados abordados en este
seminario de doctorado han pivotado sobre los análisis a procesos de
transtextualidad, tal y como la entiende Genette, circunscritos al universo de
la literatura, aunque también se haya extrapolado el análisis comparativo a
otros campos del arte como la pintura, la escultura o el cine. Quizás hubiese
resultado mucho más acorde con la línea expuesta analizar, por ejemplo, el fenómeno
de transcodificación que se da entre la novela de Kafka y la película que hizo
Welles partiendo de la misma. Pero... ¿por qué no?. ¿No es precisamente uno
de los nuevos retos del comparatismo literario abrir, “con las herramientas
que nos proporciona una semiótica transdiscursiva” (Vázquez Medel, 1998),
las puertas a campos distintos al de lo verbal y estético?. ¿No podría
casarse la creación literaria con otras disciplinas de las ciencias sociales
encuadrables en lo verbal (o no-verbal) no-estético?.
El reto, por requerir conocimientos específicos de las distintas materias a
situar en un mismo plano de comparación, no carecería de riesgos y trampas.
Intentar extrapolar conceptos propios de lo artístico o de la Teoría de la
Comunicación a ámbitos tan alejados como puede ser el Derecho podría resultar
una tarea bastante ardua. Quizás el nexo más adecuado para unir mundos tan
dispares resulte ser la semiología. A lo mejor, dentro del marco semiótico,
podrían “homologarse” categorías distintas a fin de conseguir una heterogénea,
pero sólida, fusión interdisciplinar. La empresa se nos presenta pues harto
compleja, pero ninguna rémora, por alta y recia que pudiera resultar, debería
impedir el afán del comparatista por descubrir de qué están hechos los
afluentes que alimentan al río de la literatura. Que por ser tal también lo es
de la vida.
A continuación, y antes de entrar de lleno en el análisis que propongo, trataré
de esbozar las sombras de llevar a cabo un estudio comparativo entre disciplinas
tan alejadas como son la literaria y la jurídica, las luces que supondría
conseguirlo y, en definitiva, dilucidar en qué se queda esta empresa. ¿Visitando
los confines del comparatismo literario?.-
Cuando
dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen, esforzarse en conciliarlas más
que en anular la una por medio de la otra; ver en ellas dos facetas diferentes,
dos estados sucesivos del mismo hecho, una realidad convincente porque es
compleja, humana porque es múltiple. Si cada vez que son observadas dos o más cosas, si cada vez que se contempla algo nuevo, nos asaltan las similitudes y diferencias respecto de otro algo que se le parece o del que difiere, si cum-parare es parar (parar para observar distintas realidades), podría afirmarse que la comparación puede llevarse a cabo en cualquier faceta de la vida. Sería una actividad intelectiva no sujeta a límites ni confines. Cualquier realidad es susceptible de ser comparada con otra. Estaríamos situados pues ante un campo en el que todo es posible. El comparatismo, como fundamentación metodológica, pertenece a todas las ciencias. El problema (aunque más que un problema bien podríamos hallarnos ante un reto apasionante) surge cuando se intentan comparar objetos comunes a disciplinas que difieren notablemente en el enfoque que, de los mismos, cada una de ellas hace. En tales supuestos, el aventurero dispuesto al abordaje de tal empresa se ve en la obligación de casar conocimientos con pocas similitudes entre sí. La formación del comparatista puede que resulte insuficiente para acometer la tarea, pero para eso están los libros. Y los amigos, dice Claudio Guillén. Preguntando podemos acercarnos a las puertas de la sabiduría. Las últimas tendencias del comparatismo literario pretenden ir más allá de las relaciones transtextuales strictu sensu buscando analizar un mismo mensaje plasmado en distintos campos de lo artístico. Pero la pintura, la escultura, la música o, incluso, la arquitectura tienen algo en común con la literatura. En todas estas formas de manifestación que el ser humano ha inventado subyace la pertenencia a una categoría común, a una familia que las arrulla a todas: el arte. El arte es, además de “una forma de conocimiento que permite el acceso a diferentes esferas del universo y del hombre” (VVAA, 1993:1), un lenguaje, un medio de comunicación mediante el cual el artista, a través de un determinado código (la pintura, la escultura, la escritura...), puede expresar la realidad, física y metafísica, tal cual la percibe. Otro de esos códigos es el lenguaje articulado “sin el cual no sería posible el progreso” (Id.). Al igual que el hombre necesita, para ponerse de acuerdo con sus semejantes, de un lenguaje determinado, la sociedad demanda un conjunto de normas que garanticen su propia supervivencia. Como ha puesto de manifiesto Edgar Morin, la cultura (que es lo propio de la sociedad humana) está organizada por el vehículo cognitivo que es el lenguaje, a partir del capital cognitivo de los conocimientos adquiridos, de las habilidades aprendidas, de la memoria histórica, de las creencias míticas... Así se manifiestan, según Morin, las “representaciones colectivas”, la “conciencia colectiva”, la “imaginación colectiva” (VV AA, 1990). Pues bien, a partir de ese capital cognitivo, la cultura instituye las reglas/normas que organizan la sociedad y gobiernan los comportamientos humanos. Estas normas pueden ser de distinta índole (éticas, sociales, de comportamiento...) pero, sin duda alguna, las más importantes son las denominadas jurídicas, porque son éstas las que se ocupan de regular las fricciones más importantes que puedan originarse en el seno de una sociedad. Al igual que las normas de circulación se basan en un conjunto de signos para resultar inteligibles, condición sine qua non para que puedan ser cumplidas por sus destinatarios, las normas jurídicas también requieren ser conocidas para garantizar su eficacia. Los signos y sistemas de signos son, como apunta Peter M. Hejl, “objetivaciones de la realidad” (VV AA, 1990). Al margen de otros condicionantes técnicos más complejos en el proceso de emisión y recepción de las normas, y cuyo análisis rebasaría los límites de este modesto estudio, para que las normas jurídicas sean conocidas y correlativamente cumplidas ha de darse, previamente, una transmisión a través de un determinado código. Los boletines oficiales, las separatas, los códigos normativos (código civil, código penal o código de comercio, v,gr.), las leyes, los decretos...vienen a formar una amalgama de sistemas de signos que constituyen un vehículo para transmitir la voluntad del legislador al pueblo que lo elige. Este instrumento inscrito (porque necesita de él) en el espacio del lenguaje articulado, “subespacio del espacio comunicativo” según Sebastiá Serrano (1988), puesto que la ley se conoce por el lenguaje que la expresa, constituye un instrumento consustancial a todo colectivo políticamente organizado y muestra indudables connotaciones semiológicas y discursivas. El componente comunicacional del Derecho es insoslayable: la ley (entendida en el sentido más amplio) disuade, motiva o reprime al destinatario de la misma y, para su total eficacia, es necesario que sea recibida como tal. Recuérdese, llegados a este punto, la vía que Habermas ha considerado idónea, en su Teoría de la Acción Comunicativa, para consensuar una ética universal que rija una vida mejor emancipada del predominio de la racionalidad técnica y burocrática: una situación comunicativa ideal que, mediante el diálogo y el lenguaje “puro” o “ideal”, conlleve al total entendimiento del que emane la verdad consensuada. La Semiótica, por este camino, podría albergar todo tipo de realidades en su seno (manifestaciones verbales y no verbales; estéticas y no-estéticas): el Derecho es claramente una manifestación no-estética, pero también, en la terminología de Bajtin, constituye un “lenguaje social” que, como tal, puede manifestarse mediante cualquier tipo de “género discursivo”. La literatura es una manifestación verbal y estética, pero la grandeza que la caracteriza es que puede tratar de todo, “hasta de lo más abyecto”. Del Derecho, por lo tanto, también. Kafka se doctoró en Derecho en 1906, y cumplió un año de prácticas judiciales en los tribunales antes de ejercer indolentemente la profesión de administrativo. En algunas de sus obras utilizó situaciones relacionadas con lo jurídico para plantear, casi subrepticiamente, dudas existenciales, éticas o religiosas. El Proceso es una de ellas. En esta novela Kafka construye un laberinto procesal para encerrar a un hombre, él mismo, en la constante búsqueda del dios personal que le salve de un mundo demasiado hostil. Una vez que la complejidad endémica a un estudio con pretensiones de aunar el Derecho (en todas sus dimensiones: desde la más estrictamente positivista hasta la más tributaria del pensamiento filosófico iusnaturalista) con la literatura ha sido puesta de manifiesto; una vez apuntado, aunque muy tímidamente, que la dimensión comunicacional del Derecho es importante, y que quizá pueda ser la Semiótica un instrumento válido para abordar su estudio, es el momento de iniciar el trabajo propuesto. Un estudio que, como se verá, es más “semicomparativo” que de comparación literaria, que va de lo concreto (El Proceso, el artículo 24 de nuestra Constitución) a lo abstracto (crisis de sentido, crítica a la modernidad) y de lo ontológico a lo deontológico. Así las cosas, presentaremos la obra que servirá de marco para el análisis propuesto. Seguidamente centraremos nuestro estudio en el aparato judicial que aparece en la novela para, desde el mismo, trazar los lazos que le unen pero, sobre todo, separan de la realidad de nuestros días. Por último, intentaremos ahondar en los verdaderos motivos, en las auténticas preocupaciones, que condujeron al brillante escritor checo a crear una de sus obras más excelsas, para cerrar este trabajo abordando una crítica de la época que convierte a Kafka en referente literario, utilizando El Proceso como voz de denuncia pero aportando también salidas para este tiempo de encrucijada. El
Proceso de Kafka.- Franz Kafka comenzó a escribir El Proceso en agosto de 1914, en los prolegómenos de la Gran Guerra. Otro autor bastante preocupado por el absurdo sintetizó, años después, esta obra absurda por antonomasia: “En El Proceso es acusado José K. Pero no sabe de qué. Quiere, sin duda, defenderse, pero ignora por qué. Los abogados encuentran difícil su causa. Entre tanto, no deja de amar, de alimentarse o de leer su diario. Luego le juzgan, pero la sala del tribunal está muy oscura y no comprende gran cosa. Supone únicamente que lo condenan, pero apenas se pregunta a qué. A veces duda de ello y también sigue viviendo. Mucho tiempo después, dos señores bien vestidos y corteses van a buscarle y le invitan a que les siga. Con la mayor cortesía le llevan a un arrabal desesperado, le ponen la cabeza sobre una piedra y lo degüellan. Antes de morir, el condenado dice solamente: <<Como un perro>>.” (Camus, 1942). José K. es detenido en las vísperas de cumplir treinta años y es asesinado justo antes de cumplir los treinta y uno. En ese mismo intervalo de tiempo Kafka contrajo, para luego romperlo, compromiso matrimonial con Felice Bauer. Los paralelismos existentes entre este noviazgo y el proceso de José K. han sido puestos de manifiesto por distintos autores. En la encrucijada literatura-vida, Kafka, forzado a elegir entre una u otra, se decide siempre por la literatura pero, como apunta Isabel Hernández, “sin querer decidirse contra la vida, con lo que una y otra vez volvía a la misma situación” (1997). Kafka anhela, a la vez que teme, la soledad, estado en el que mejor puede dedicarse a la creación literaria, único “lugar” donde puede esconderse de la angustia que le persigue, su elixir de vida (“escribir constituye mi única posibilidad de existencia interior”, confesó a su diario). Pero, por otra parte, Kafka necesitaba de alguna manera la fuerza de Felice que era para él como “un alimento continuo para poder escribir” (Canetti, 1983:37). Esta situación provocó que Kafka llegara a creerse perdido para las relaciones personales. Y prueba de ello es la sórdida metáfora de una relación amorosa demasiado atávica que viene a ser El Proceso. Así lo puso de manifiesto el propio Kafka en sus diarios: Estaba cogido como un delincuente. Si me hubieran sentado en un rincón con cadenas de verdad y hubieran puesto guardianes ante mí y hubieran dejado que me viera únicamente de esa forma, no habría sido peor. Y así era mi compromiso... En 1914 Kafka no pudo separar el infierno exterior del interior. En el mundo estallaba el Juicio Universal y la ruptura con la prometida fue siempre interpretada por el escritor checo como la comparecencia ante un tribunal. Estos procesos cristalizaron en la mente de Kafka en El Proceso que todos conocemos. La novela se cierra con la ejecución del procesado, situación que Elías Canetti identifica con la ruptura ante la familia de Felice. Este desenlace fue el deseado, en todo momento, por Kafka. Ahora bien, lo que realmente avergonzó al autor de La Metamorfosis fue el carácter público del procedimiento (la familia de Felice se convirtió en un verdadero tribunal para el escritor). Kafka se sintió humillado y así lo plasmó al final de El Proceso: “-¡Como un perro!- se dijo, cual si la vergüenza hubiera de sobrevivirle.” El Premio Nobel de Literatura de 1981 dedicó El otro proceso de Kafka a analizar, mediante el estudio de las Cartas a Felice, los motivos que, a su juicio, llevaron a escribir a Kafka la novela que nos ocupa. La interpretación ofrecida por Canetti soslaya cualquier otro punto de vista acerca de la obra. Incluso viene a afirmar que las interpretaciones en clave religiosa que se han hecho de El Proceso son completamente falsas (1983:28). Para Isabel Hernández, sin embargo, las conexiones entre El Proceso y la relación de Kafka con Felice son generales más que específicas. Otro ilustre Premio Nobel, Albert Camus, mostró su convencimiento de que esta obra puede ofrecer numerosas visiones acerca de diversas cuestiones. Al releer El Proceso, la tarea hermenéutica siempre se encuentra con nuevos senderos, muchas veces ignotos, otras inextricables. En la adaptación al cine que, de la obra de Kafka, hizo Orson Welles, una voz en off nos avisa, al comienzo de la película, que esta historia significa lo que parece significar, que la lógica que la acompaña sólo puede ser la del sueño o pesadilla. En una historia absurda, con ambientes más kafkianos que nunca, las puertas de la interpretación se nos abren y cierran contradictoriamente sin que nos demos cuenta. “Sería un error querer interpretar todo detalladamente en Kafka”, escribió el autor de La Peste. Bajo este prisma, y respetando la docta opinión de Canetti (que ha quedado como interpretación “oficial” de los motivos que inspiraron a Kafka para escribir El Proceso), probaremos adentrarnos por otros caminos sin pretender llegar a dar nunca una sentencia definitiva. Avanzaremos de un análisis comparativo concreto (la novela con el precepto legal que nos servirá de referencia) hacia la crítica a la modernidad que subyace en El Proceso y la crisis de sentido típica de esta época y que se refleja perfectamente en el autor checo. . . . |