La alegría del puñal en el corazón.

El 12 de noviembre de 1911 escribió Franz Kafka en su diario personal: ”esta mañana a primea hora, por primera vez en mucho tiempo, tuve la alegría de imaginar un cuchillo que gira clavado en mi corazón”. Es esta, sostienen los biógrafos del notable creador judeo-checo la afirmación más rotunda de Kafka respecto de su hastío por la existencia. Lo que vendría después -una larga enfermedad, una melancolía incurable- sería tan solo epígonos de este su sentimiento más profundo y dominante.

La lectura de los Diarios (1910-1913) de Franz Kafka es especialmente recomendable para los estudiosos de la obra de este escritor, ya que muestran las prefiguraciones de muchas de sus piezas. Pero, más importante que eso, sirven estos textos para conocer los grados de desesperación a que llegó un individuo que no logró conciliar la rica dimensión de su libertad personal con las exigencias y los dones que impone la sociedad. Kafka, como muchos, pero en niveles extremos, fue una víctima de la intolerancia y de la incomprensión que se dan en los fueros domésticos y que terminan, como se vio precisamente en su caso, por vaciar los manantiales de la vida, dejando apenas esa evanescente y despreciable sustancia que se denomina memoria.

Hubo muchos conflictos en el proyecto existencial de Kafka, y los presentes diarios son fuente más que suficiente para identificarlos. Lo más llamativo, sin embargo, descansa en la irresoluta dialéctica que se le presentó siempre, tentadora y peligrosa, como una daga, a saber: la distancia entre el ámbito privado de la libertad y lo que los otros esperaron o pretendieron de él. Aun cuando el tímido Franz no era amigo de las pontificaciones y de los juicios terminantes, -más bien todo lo contrario- vivió sus pocos años abismado, desgarrado, ante las fauces de una sociedad que le quiso alimentar con hipocresía y que no obtuvo sino su callada retirada, su silencio definitivo y el juicio claudicante de la historia.

Kafka, al igual que los fanáticos terroristas de ”Los Endemoniados” de Dostoievski fue un intransigente y hasta un nihilista en materia de libertad. Mientras aquellos manifestaron su desdén y su desesperación con el petardo homicida y suicida, este abrumado oficinista se expresó en sus confesiones y a través de las turbadoras metáforas que constituyen su magnífica obra. Era Franz de los que no condescendían. Gustaba de citar una leyenda talmúdica que ponía de relieve precisamente esta condición; aparece ella por primera vez en las anotaciones correspondientes al 21 de noviembre de 1911. Dice así: ”Un rabino del Talmud tenia el principio -en este caso muy agradable a Dios- de no aceptar nada de nadie, ni siquiera un vaso de agua. Pero ocurrió que el más grande rabino de su tiempo quiso conocerlo y por lo tanto lo invitó a comer. Rechazar la invitación de un hombre como aquel no era posible. De ahí que el primer rabino se pusiese en camino tristemente. Pero como su principio era tan fuerte, se interpuso entre ambos rabinos una montaña”.

De lo que se trató para Kafka en todo momento fue de no permitir que los otros consiguieran derrotarlo. Salvo un reducido puñado de amigos, su hermana y por instantes su madre, el resto del mundo representaba para él un grande y feroz enemigo. Allí donde veía que los afectos se enviciaban con la autoridad, donde advertía que el afán por mejorarlo comportaba el sometimiento a valores que le eran extraños, se rebelaba, aullaba y se estremecía en sus dilatados silencios, en sus fiebres sin remedio, en su espantosa abulia. Nada quería saber de un mundo que lo buscara para adaptarlo, devorándolo. Más que muchos teóricos del pensamiento libertario, Franz Kafka emblematizó el problema del autoritarismo en trazos esclarecedores y perdurables. Porque no habló simplemente de la coacción brutal del Estado, ni del desconocimiento de la sociedad hacia las singularidades, sino que, con la parsimonia obsesiva y detallista de un botánico, describió el fenómeno de la muerte de la libertad y de la poca resistencia que se le puede oponer a dicha infamia desde el humilde, dolorido ámbito de su cuerpo. Como nadie, denunció los estragos de la dependencia de un corazón y de un cerebro que no están preparados para asumir semejante afrenta.

Y mostró, en definitiva, que los otros pueden triunfar; que la autoridad, de alguna manera, siempre se llevará su botín. Y que lo único que puede liberarnos de tamaño peso es la absoluta prescindencia a los bordes de la muerte. ”Era sabio -escribió el 18 de marzo de 1912- porque me sentía dispuesto a morir en cualquier momento, pero no porque hubiese cumplido todo lo que se me había ordenado, sino porque no había hecho nada de ello, ni tampoco podía esperar hacer nada nunca”.

Este fue su destino de luz Y no hay bruma ni puñal que puedan disipar esos rayos. Porque la muerte, particularmente en su caso, también fue una metáfora de su rebeldía.

por Rodolfo M. Fattoruso 

 

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